Estando en China tuve la oportunidad de visitar una feria en la ciudad de Humen (Atención: es Humen con U, no con I, que ya os veo maquinando el chiste). La ciudad está en la provincia de Guangdong (Cantón) a una hora de DongGuang, que a su vez está a una hora de Guangzhou, la capital y donde yo tenía el hotel.
Llegar fue una pequeña odisea taxi-taxi-tren-taxi, pero no tanto como el regreso, que aunque fue sólo taxi-tren-taxi, es digno de contarse por el trayecto en ferrocarril que viví:
Hay una especie de AVE, que hace el recorrido Guangzhou-Hong Kong y hace parada en DongGuang, que es el que cogí por la mañana. Pero en mi regreso, al llegar a la estación de DongGuang sobre las 8 de la tarde y hasta los cojones de estar todo el día como puta por rastrojo, llegué a la ventanilla y pedí billete para el siguiente tren que hubiera a Guangzhou (gran error). Al recibir el billete en cuestión, me sorprendió su bajo precio, mucho menor que el de la mañana.
Cuando vi aparecer un convoy de 27 vagones de dos pisos de altura cada uno, entendí el porque de lo barato del billete. Trayecto Wuchang-Huizhou, que es como si hubiera un tren Cádiz-Bucarest, pero tardando el triple. Allí me subí yo a hacer un recorrido de dos horas y media, el mismo que por la mañana no me había costado ni una.
Me senté en un sitio que era como viajar con el cinturón de seguridad puesto, ya que de la mierda que tenía, se me quedó el culo pegao al asiento. Además, todo el pasaje me estaba observando porque allí no había ni un extranjero, cosa que no me incomodaba, pero como estaba hasta las pelotas de tanta chinada durante todo el día, mi experiencia en viajes anteriores, me hizo recordar la estrategia en trenes chinos de trasladarme al vagón restaurante, siempre más limpio, con poca gente y atmósfera menos cargada que en el resto del tren. En mi camino a ese vagón, me crucé con cantidad de chinos en pijama y varias situaciones inverosímiles
juegos de cartas, bacanales romanas de alcohol y frutas, revisores vendiendo calcetines
esto me daría tema para otro post, así que lo dejaré aparcado de momento y me centraré a lo que iba.
A mi llegada al vagón restaurante, sé bien que allí no se puede estar a no ser que consumas algo. Tres cervezas calientes y un par de platos de despojos de pollo me sirvieron de suculento ágape. Me lo comí todo debido al hambre que llevaba encima y la verdad es que no me supo malo del todo, si no fuera por esos huesos de pollo minúsculos y con microtrozos de carne apegaos a ellos me pregunté dónde cojones estaría la chicha, hasta que al venir a saludarme uno de los cocineros (ir a ver de cerca al extranjero es algo a lo que hay que acostumbrarse), lo comprendí: El tío vestía su reglamentario uniforme de cocinero con chaqueta cruzada de color blanco original (original, sí, porque ahora era gris oscuro y en la parte de delante llevaba además adheridos unos grumos duros como mocos gigantes y de color negro, que identifiqué que era mierda solidificada de hacía varios años entre ellos, seguro que estaban algunos trozos de la carne que le faltaban a los huesos de mi pollo).
Me imaginé al tipo entre sus pucheros y peroles mientras cocinaba, sacudiéndose los tropezones y tarzanitos de su chaqueta para que cayeran a los platos y le dieran consistencia a sus guisos. Con dos cojones seguí cenando.
A día de hoy todavía estoy vivo.